0 responsables, 0 humanidad

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¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos? Porque de la abundancia del corazón habla la boca.

Mateo, capítulo 12, versículo 34

No es un problema por estar alejado de la realidad y de los problemas de la sociedad a la que representa; más bien, lo es por estar alejado de los parámetros de humanidad normales entre los individuos normales. En esta sociedad que no considera normal al extranjero integrado, a la mujer que promociona en el trabajo o al homosexual que ama, hay que plantearse si no hay que denunciar abiertamente a quien se aleja de la normalidad por su falta de corazón.

Ayer miles de espectadores compartían un nudo en el estómago durante los dos minutos finales del programa ‘Salvados’, dedicado a recordar un trágico accidente silenciado por los poderes político, jurídico y mediático. En el tramo final, uno de los responsables políticos a quien se le reclamaba explicaciones, el presidente de las Corts y ex vicepresidente del gobierno valenciano, Juan Cotino, optó por guardar silencio y sonreír. El drama de la víctima frente a la sonrisa del depredador. No era National Geographic, sino el reflejo público de lo que ha sido un menosprecio privado constante en los últimos siete años a las víctimas del cuarto accidente más grave en la historia del metro en todo el mundo.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Mateo, capítulo 5, versículo 6 

No hacen falta respuestas, porque se presuponen viendo todo el material periodístico que en los últimos años diversos profesionales y medios han puesto sobre la mesa y que anoche se visualizaba a través de la pantalla del televisor. Lo que hacen falta son castigos a quienes por ineptitud o por maldad han jugado con el sufrimiento de decenas de personas.

Los hechos parecen cada vez más claros. Lo que falta es justicia.

 Les dijo también una parábola: Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo y lo pone en un vestido viejo; pues si lo hace, no solamente rompe el nuevo, sino que el remiendo sacado de él no armoniza con el viejo. 

Lucas capítulo 5, versículo 36

La sonrisa de Cotino ante la pregunta sobre lo que merecen los familiares de las víctimas es una puñalada a la decencia y a la dignidad humana. Ningún simpatizante del Partido Popular merece que se le asocie ni por un solo instante con alguien con semejante falta de humanidad. Tampoco el gobierno de Alberto Fabra debe permitir que le salpique esta actitud. Si la tolerancia ante la corrupción ha de ser nula, igual ha de ocurrir ante la crueldad. De poco vale ser dueño del silencio cuando te acusan de tener la conciencia manchada de sangre. Juan Cotino no puede seguir siendo ni un día más la segunda autoridad más importante de este territorio que anoche, al verle, sintió asco.

 

* Foto: El presidente de la Generalitat, Alberto Fabra (delante), y el presidente de las Corts , Juan Cotino (detrás) – PPCV en Flickr

Yo no soy yo

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No se trata de compartir la ideología de los demás sino de aceptar su existencia. Si algo diferencia a las sociedades democráticas de otros regímenes en los que alguna raza se consideraba superior a las demás es precisamente el respeto por aquello que es diferente o que no está en sintonía con lo que uno puede preferir.

La esperpéntica reacción de algunos políticos valencianos ante una exposición que refleja parte de la historia del pueblo valenciano lleva a uno a la paradójica reflexión sobre si el problema radica en la valencianidad de la muestra o del propio político.

Llamativo al mismo tiempo ha sido leer en alguna crónica periodística que la exposición era «catalanista» porque había gran presencia de cuatribarradas. Si Valle-Inclán hubiera leído semejante aberración se habría replanteado aquello que popularizó como esperpento literario. Habrá quien se sienta más identificado con una senyera con la franja azul o sin ella, con o sin estrella, pero nadie podrá rebatir que de lo que no hay constatación histórica es de que esta tierra haya tenido alguna vez una bandera con más o menos de cuatro barras…

Negar la existencia de quienes hoy puedan ser una minoría a lo mejor te lleva a tener que negar la existencia de una mayoría de mañana. Hoy gobierna una formación, el Partido Popular, que en muchas ocasiones habla de consensos a los que jamás podría llegar si no alcanzara acuerdos con agentes políticos o sociales como el Partido Socialista del País Valenciano o Comisiones Obreras del País Valenciano. Ese País Valenciano que también existió para Las Provincias y que se podrá mejorar o superar, pero no borrar.

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Las señas de identidad son importantes cuando sirven para unir. De lo contrario no crean más que división. El País Valenciano o la Comunidad Valenciana no serían ni la mitad de lo que son ahora si de este territorio se borrara el pasado y el presente de los que no piensan como nosotros.

Banalicemos la división social e imaginemos por un momento que aquellos aficionados al Valencia a los que no les guste el uniforme con tonos naranjas reclamaran borrar de la historia del club todas las imágenes en las que apareciera otro uniforme distinto al blanquinegro. Sería ridículo. Tan ridículo como negar la historia.

No importa tanto el color de la bandera. Sagunto y Cataluña la comparten y no por ello se deja de comer paella en la capital del Camp de Morvedre. Tampoco importan tanto las nomenclaturas, puesto que es cíclica su sustitución por una nueva. Lo que realmente importa es la defensa de aquellos rasgos distintivos que nos forjaron como pueblo en el pasado, que nos unen en el presente y que nos permitirán seguir creciendo en el futuro.

*Foto1: imatge a l’exposició a les Corts – vilaweb.cat

Éranse una vez las fallas

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Érase una vez una ciudad que durante mucho tiempo había presumido por tan bonita que era. Cada 23 de abril engalanaba sus jardines más céntricos para acoger un festín cultural que atraía a miles de ciudadanos. Los libros les marcaban la buena dirección cuando el viaje por la vida era agradable y recto; cuando no, les acompañaban por las sinuosas curvas que iban surgiendo cada vez más desafiantes. Los libros definían un norte diferente al que en la Edad Media apuntaban las brújulas, el norte del conocimiento y la razón.

En esa ciudad, sin embargo, los libros no ostentaban ningún monopolio sobre la propiedad cultural, pues en ella convivían junto con grandes legados que la historia se había empeñado en consolidar en forma de música y fuego. Algo más de un mes antes de la fiesta literaria se producía un acontecimiento que bailaba en la frontera entre lo pagano y lo místico. Era el culto al arte pirotécnico, a la escultura, a la pintura.

En aquella bella ciudad, cuyo nombre evocaba su valor y su valentía, decenas de artesanos trabajaban denodadamente por convertir en grandes monumentos, construidos con diversos materiales, aquellas escenas que se erigían en los rasgos distintivos de la ciudad. Era una apoteósica exhibición cultural en la que la ironía y la sátira de la literatura cobraban materia primero para convertirse en cenizas después.

Pero el idilio de amor se rompió entre quienes dirigían la ciudad y quienes formaban parte de ella. El fuego depurador no pudo quebrar el ímpetu con el que la desidia de los gobernantes se apoderaba de todo lo que hasta entonces había sido motivo de orgullo. El recuerdo de la Ilustración del siglo XVIII se disipó como los oasis que los espejismos hacen ver en el desierto. Y los nuevos pensadores tuvieron que cejar en su empeño de enarbolar la bandera de la razón para acabar con la ignorancia y la tiranía.

La fiesta del libro dejó de tener competencia en la lucha por la defensa de la cultura. Los artesanos, desarmados, no pudieron brindar metáforas escultóricas a quienes durante el resto del año se zambullían en las que les deparaban las páginas que cobraban vida con un baño de tinta. Y fue entonces cuando el fuego dejó de depurar y comenzó a abrasar.

La catástrofe fue tan grande que los habitantes de aquella ciudad que tanto había presumido poco antes decidieron dar un paso al frente. Arrancaron los trozos desconchados de los ricos palacios que los dirigentes habían mandado construir, los fundieron en el ágora donde ya apenas se reunían y los convirtieron en una escultura gigante en forma de libro que permitió recordar a las generaciones sucesivas que durante mucho tiempo aquella ciudad fue un referente cultural en el que el crepitar de las llamas no era más que una sinfonía de letras y cartón piedra en busca de una ciudad mejor.