Muertes inocuas

ImagenFoto: presidentassad.net – Al Assad en Madrid.

Hace nueve años varias explosiones en unos trenes de cercanías nos atrincheraron tras el pánico de sentirnos amenazados y atacados. Murieron casi 200 personas que sentíamos muy cercanas. Eran de los nuestros: conocidos, compañeros de clase o de trabajo, amigos, familiares… Y aunque no lo fueran teníamos la sensación de que con cada uno de ellos se había marchado una parte de nuestro aliento. Cualquiera de nosotros podíamos haber estado en aquellas listas terroríficas que anunciaban los datos de los fallecidos. Ninguno era terrorista, ni enemigo de nadie, ni culpable de nada.

La identificación con quienes sufrían aquel dolor inhumano no estaba motivada por la magnitud de la tragedia sino por la tragedia en sí. La cifra no importaba más allá de la innegable evidencia de que con cada víctima más se esfumaba una historia personal, una vida. Palabras mayores.

La empatía a veces más que una cualidad parece un don poco frecuente. El ejercicio de ponerse en el lugar de los familiares de las víctimas habría ayudado a muchos ciudadanos a dar lo mejor de sí para ayudar a quienes entonces más lo necesitaban y habría permitido a algunos desalmados ejercer como personas humanas y no como hienas ávidas de rédito político.

Nueve años después recordamos que casi 200 víctimas nos parecían una barbaridad. Eran menos pero más cercanas que las víctimas del 11-S de Estados Unidos. Aquellas también las sentimos como propias por lo que identificamos como un ataque a nuestro corazón occidental. Aun así, nos dolió más lo que teníamos más cerca. Y esa diferencia aún es mayor si nos fijamos en otras tragedias en el resto del mundo. Es como si las muertes en África o en países asiáticos fueran harina de otro costal.

Hace dos años ya había quien ponía el grito en el cielo ante lo que en Siria empezaba a ser una auténtica pesadilla. Pero desde aquí mirábamos a otro lado o cambiábamos de canal. Nos habíamos acostumbrado a los atentados de Irak con docenas de muertos o a las bajas incesantes en Afganistán y apenas mirábamos de reojo a Túnez, Argelia o Libia sin mayores pretensiones que ver el rédito que se podía extraer si se derrocaban los regímenes existentes.

Le ponemos pues nacionalidad a la tragedia y revestimos los cadáveres con los colores patrios antes de denunciar lo que cualquier ser humano tendría que rechazar sin tapujos. Deberíamos plantearnos si nuestro silencio o nuestra industria armamentística están matando hoy a civiles sirios. Deberíamos reflexionar sobre si está a nuestro alcance poder evitar que fuera de nuestras fronteras también tengan que recordar un infausto 11 de marzo.